martes, 27 de diciembre de 2016

El esplendor Andalusí EL CALIFATO DE CÓRDOBA


Durante los cien años que duró el califato de Córdoba,
 la España musulmana, o al-Andalus, rivalizó en poder,
riqueza y cultura con los mayores
imperios del mediterráneo.




El califato de Córdoba fue, sin duda, la etapa más brillante de la historia hispanomusulmana, aunque su existencia fue efímera: proclamado en el año 929 por el emir Abderramán III, desapareció en 1031, cuando se disolvió al término de una serie de graves querellas intestinas. El término “califato” se refiere al hecho de que el máximo dirigente de al-Andalus, nombre que los musulmanes dieron a la antigua Hispania romana, reunía en su persona los mayores poderes, tanto en el orden temporal como en el espiritual. A la vez, se le denomina “de Córdoba” porque fue en esta ciudad -considerada el “ornamento del mundo” por la monja y escritora alemana de la época Hsrosvitha- donde residieron los califas omeyas andalusíes, acompañados de su corte.
Abderramán III, el fundador del califato, ocupaba desde 912 el cargo de emir, una especie de gobernador general de al-Andalus. ¿Qué motivos le llevaron a arrogarse el título de califa, título que correspondía a la autoridad suprema del mundo islámico? Abderramán pertenecía a la familia de los omeyas, que había ostentado el califato en el ámbito internacional del islam hasta mediados del siglo VIII, momento en que los abasíes arrebataron la dignidad califal a los omeyas, a quienes casi exterminaron. Un príncipe omeya, Abderramán I, halló refugio en al-Andalus, donde logró acceder al emirato. Ello explica que las relaciones entre los emires omeyas andalusíes y los califas abasíes, con sede en Bagdad, fuesen poco cordiales.

Los califas andalusíes
Abderramán III había logrado reducir, en sus primeros años de emirato, las graves tensiones internas que agitaban la vida de al-Andalus desde las últimas décadas del siglo IX. Su proeza más gloriosa fue, en 928, la toma de la plaza alpujarreña de Bobastro, centro del poder del peligroso rebelde Umar ibn Hafsun, un muladí (musulmán descendiente de cristianos) levantado contra la autoridad central de Córdoba desde la década de 880. Por otra parte, el joven emir de al-Andalus veía con alarma la amenaza que suponía para su poder la expansión por el norte de África de los fatimíes, una secta musulmana surgida en Kairuán que reivindicaba la sucesión del profeta Mahoma, y cuyo dirigente se había proclamado califa en el año 910.
Así las cosas, todo parece indicar que la decisión de Abderramán III de erigirse, a su vez, en califa no era sólo consecuencia de su hostilidad hacia los abasíes, sino también fruto de los éxitos obtenidos en el al-Ándalus y de la necesidad de poner freno al avance de los fatimíes.
El emir omeya de al-Ándalus adoptó el título de califa a comienzos de 929. Así lo expresa una crónica de la época, que pone en boca del nuevo califa las siguientes palabras: “Hemos decidido que se nos llame con el título de Príncipe de los Creyentes […]. Además, hemos comprendido que despreciar ese título, el cual se nos debe, es abdicar de un derecho que nos pertenece y dejarse perder una designación firme”. Abderramán III, que mantuvo estrechas relaciones internacionales con Bizancio y con el Sacro Imperio Romano Germánico, estuvo al frente del califato de Córdoba hasta su muerte, acaecida en 961. Le sucedió su hijo al-Hakam II, quien gobernó al-Ándalus entre 961 y 976, período caracterizado por el predominio de la paz y el esplendor del arte y de la cultura.
Mas con el tercer califa, Hisham II, cuyo gobierno se extendió entre los años 976 y 1009, el fulgor de al-Andalus se ensombreció. El poder efectivo del califato, tanto en el terreno político como en el militar, lo detentó en esa etapa Almanzor, pertenecía a una familia originaria del Yemen que se había establecido en la zona de Algeciras a comienzos del siglo VIII. Realizó una carrera sorprendente en la corte de al-Hakam II, terminando por convertirse en protector del heredero del califato, Hisham II.
Cuando éste accedió al califato nombró a Ibn Abi Amir hayib, cargo que equivalía a una especie de primer ministro. Sus éxitos militares -lanzó devastadoras campañas militares contra los reinos cristianos del norte- y su fe religiosa elevaron su figura, lo que explica que, en el año 981, se le denomina “al-Mansur bi-Llah”, que significa “victorioso por Dios”. De ahí deriva el nombre de Almanzor con que fue conocido por los cristianos.
Almanzor pasó a ser una especie de dictador, relegando al califa a un papel meramente decorativo. Hisham II vivía recluido en su palacio, sin ejercer poder ninguno. Una crónica de la época se refiere a ello diciendo que “no tenía Hisham de la realeza otra cosa que la invocación de su nombre sobre los púlpitos en la oración, y su inscripción en las monedas y banderas”. Una vez desaparecidos Almanzor e Hisham II (en 1002 y 1009, respectivamente), al-Andalus entró en la “gran fitna”, una especie de guerra civil cuya conclusión fue el hundimiento del califato de Córdoba.
Hasta la muerte de Almanzor, el califato contaría con fuerzas militares de gran relieve, tanto terrestres como navales, que aseguraron su supremacía sobre los cristianos.

Una potencia militar
El primer califa cordobés, Abderramán III, no sólo puso fin a las numerosas querellas internas de al-Andalus, sino que supo hacer frente a sus enemigos exteriores. En efecto, los cristianos del norte de la Península, que durante el siglo IX habían aprovechado la debilidad de al-Andalus para progresar hacia las tierras del sur, no sólo fueron contenidos sino que hubieron de sufrir victoriosas incursiones musulmanas por tierras de la submeseta norte, como la que concluyó en la espectacular victoria musulmana de Valdejunquera (920) sobre las huestes de León y Navarra, aunque los cristianos también infligieron al primer califa cordobés una severa derrota en Simancas (939) donde sus tropas fueron vencidas por el soberano leonés Ramiro II. Asimismo, Abderramán III logró paralizar el avance de los fatimíes por el norte de África, gracias sobre todo a la brillante actuación de la marina de al-Andalus, al tiempo que incorporaba a sus dominios importantes ciudades norteafricanas de Melilla (927) y Ceuta (931), a las que un tiempo después sumaria Tánger (951).
En tiempos de al-Hakam II apenas hubo enfrentamientos militares entre el califato y los reinos cristianos peninsulares; antes al contrario, las embajadas cristianas acudían a Córdoba a rendir pleitesía al califa. Simultáneamente los fatimíes se desplazaron hacia las tierras de Egipto. Ahora bien, en esos años los normandos (o vikingos) lanzaron ataques contra diversas ciudades andalusíes, en particular Lisboa.
Durante el califato de Hisham II, a finales del siglo X, Almanzor, al frente de un ejército compuesto básicamente por bereberes, llevó a cabo una serie de terroríficas campañas contra los núcleos cristianos, incluyendo entre sus objetivos ciudades tan poderosas como Pamplona, Burgos y León. Hitos básicos de esas campañas fueron el saqueo de la ciudad de Barcelona, en 985, y el ataque de 997 contra Santiago de Compostela, en donde Almanzor, de modo sorprendente, respetó la tumba del apóstol. Pero en el año 1002, al regresar de una expedición de San Millán de la Cogolla, murió cerca de Medinaceli, lo cual alivió la suerte de los reinos cristianos. Una crónica cristiana de la época dice, de forma muy expresiva, que “fue sepultado en los infiernos”.

El califa y sus súbditos
El mundo musulmán era una sociedad teocrática, puesto que en ella el poder político y el religioso se concentraban en la persona del califa, cuya dignidad equivalía a la suma de las dos grandes dignidades del orbe cristiano, el papa, máximo dirigente espiritual, y el emperador, cabeza del poder temporal. La figura clave del gobierno andalusí, después del califa, era el hayib o chambelán, quien dirigía la casa real y los principales organismos de la administración, esto es, la cancillería y la hacienda. Por debajo del hayib se hallaban, en la Córdoba califal, los visires, una suerte de ministros de segundo orden. La cancillería era el organismo que expedía los documentos oficiales de al-Andalus. La hacienda se basaba en los ingresos que recibía de los súbditos, consistentes en la limosna que entregaban los musulmanes y en los tributos impuestos a las minorías cristiana (mozárabe) y judía. La justicia era administrada por el cadí, magistrado que debía conocer a fondo los principios religiosos del islam y poseer a la vez altas cualidades morales. El cadí gozaba de una autoridad moral tan elevada que incluso podía reprender a los califas por su conducta.
Desde el punto de vista territorial, al-Andalus estaba dividido en coras, entidades administrativas en cierto modo equivalentes a las actuales provincias. En tiempos de Abderramán III, al-Andalus contaba, al parecer, con 36 coras, aparte de la propia de la ciudad de Córdoba. Cada cora tenía al frente un valí, o gobernador. Las zonas de al-Andalus fronterizas con los núcleos cristianos del norte de la Península estaban organizadas en tres marcas: Superior, Media e Inferior, cuyos centros administrativos eran, respectivamente, las ciudades Zaragoza, Toledo y Mérida. Al frente de cada ciudad de al-Andalus había un zalmedina o perfecto, gajo cuya autoridad se hallaban otros funcionarios menores, entre los que se contaba el zabazoque, encargado de vigilar el buen comportamiento en el mercado o zoco.
La población de al-Andalus era muy variada. La mayoría la constituían los musulmanes, buena parte de los cuales descendía de los antiguos habitantes cristianos de la Hispania visigoda que habían abrazado el islam, sin duda por las ventajas económicas que ello les suponía; a éstos se les llamaba “muladíes” o renegados. Había también importantes minorías de cristianos, denominados mozárabes, y de hebreos, y en la época califal predominó la tolerancia entre las tres religiones.

Una sociedad prospera
Al-Andalus gozó, en tiempos califales, de una excepcional prosperidad económica, lo que contrastaba rotundamente con la modestia de los núcleos cristianos peninsulares. Si pujante era la agricultura en la economía hispanomusulmana, no hay duda de que su mayor novedad residió en la fortaleza de la producción artesanal y del comercio, actividades localizadas esencialmente en los núcleos urbanos. Por lo demás, se trataba de una economía fuertemente monetarizada, en tanto que en la España cristiana apenas circulaba la moneda.
La agricultura de al-Andalus continuó, en buena medida, la tradición de la época romana, circunscrita a los cultivos de la denominada triada mediterránea, es decir, los cereales, la vid y el olivo. Ahora bien, la gran aportación de los musulmanes a la agricultura hispana radicó en la multiplicación de los regadíos, en la particular gracias a la difusión de la noria. Sólo en el valle del Guadalquivir se estima que había en el siglo X unas 5000 norias. Al mismo tiempo, introdujeron o propagaron cultivos hasta entonces poco o nada conocidos: la naranja, el higo, el limón, la granada, el arroz, el algodón o el azafrán, así como gran variedad de plantas aromáticas y medicinales. La ganadería estuvo centrada, de modo mayoritario, en la cría del caballo, la oveja y la cabra. Otra contribución esencial al auge económico de al-Andalus en época califal fue la extracción de minerales, en particular el hierro, plomo, estaño, cinabrio y oro, este último obtenido ante todo por el método del lavado en diversos cursos fluviales.
La actividad artesanal preponderante era la fabricación de tejidos, entre los que gozaron de gran fama los brocados cordobeses, siendo también muy apreciados los productos elaborados a base de lino, particularmente en Zaragoza. No mucho menor fue la importancia de actividades como el trabajo del marfil y la fabricación de armas, papel, y objetos de cerámica y vidrio.
El activo comercio interior de al-Andalus se concentraba y se apoyaba en la circulación en los zocos de las ciudades y se apoyaba en la circulación de monedas, ya fueran de oro, como el dinar, o de plata, como el dírhem. El zoco, espacio fundamental en las ciudades andalusíes, constituía un laberinto de callejuelas, cada una de las cuales estaba dedicada a la venta de un determinado tipo de productos. Los que alcanzaban mayor valor se expendían en dependencias del zoco denominadas bazares o alcaicerías. El zoco de mayor relieve en la etapa califal fue el de Córdoba, que contaba incluso con un mercado de esclavos y otro de libros. Al-Andalus mantuvo relaciones comerciales con el resto de los países islámicos y con la Europa cristiana. Exportaba primordialmente productos agrícolas y tejidos, a cambio de especies procedentes de Oriente, esclavos de la Europa oriental y del África negra, y pieles y metales de los países cristianos.


Un foco cultural del Islam
La asombrosa expansión del islam por el Mediterráneo oriental y el Oriente Próximo se tradujo en la recopilación de numerosos textos literarios, filosóficos y científicos, la mayoría procedentes del mundo helenístico, junto a otros de origen persa o hindú. Esta excepcional riqueza cultural se difundió por todo el mundo islámico, y llegó hasta la península Ibérica. De este modo, tal y como señaló en su día el profesor Juan Vernet, ya en el siglo IX “aparecen los primeros sabios dignos de este nombre” en al-Andalus. El prestigio cultural de Córdoba alcanzó tal magnitud que, a mediados del siglo X, acudieron a la capital andalusí monjes del monasterio catalán de Santa María de Ripoll, con el propósito de copiar diversos textos científicos.

El cultivo de las letras se plasmó sobre todo en el campo de la poesía, cuyo más brillante creador fue Ibn Abd Rabbihi, poeta de la corte de Abderramán III, a quien dedicó numerosos versos. Gran relieve como gramático alcanzó al-Zubaydi, quien contó con el mecenazgo de al-Hakam II; fue tutor del futuro califa Hisham II y escribió valiosas obras de lexiografía. Como historiadores sobresalieron al-Razi, a quien se le atribuye una historia de al-Andalus (Crónica del moro Rasis) y que, según dijo el insigne arabista Levi-Provençal, fue el “primero en codificar las reglas de la composición histórica”; y al-Qutiya, quien escribió una Historia de la conquista de al-Andalus. Entre los geógrafos destaca al-Warraq, autor de Las rutas y los reinos. Al-Andalus fue, además, el agente transmisor a la Europa cristiana de la numeración arábiga, de origen hindú, que sustituiría a la romana.

En el ámbito de las disciplinas científicas sobresalieron las matemáticas, la astronomía y la medicina. Nombres señeros en estas materias fueron al-Mayriti, conocido como el “Euclides de España”; al-Samh, autor de unas famosas tablas astronómicas, y al-Zahrawi, llamado Abulcasis, quien dejó una interesante enciclopedia medicoquirúrgica. En lo que se refiere a la medicina no es posible olvidar el alcance que tuvo la traducción al árabe, en época califa., de la Materia médica, obra fundamental de Dioscórides, médico y naturalista griego del siglo I d.C.



El brillo de la Arquitectura

El edificio más emblemático de la Córdoba califal fue, sin duda, la gran mezquita, estrechamente ligada al linaje de los omeyas. Su construcción comenzó hacia el año 784, en tiempos del emir Abderramán I, fundador de la dinastía omeya de al-Andalus. Esta edificación fue erigida en el lugar en el que, con anterioridad, se levantaba la basílica visigoda de San Vicente. Inicialmente la mezquita contaba con once naves y tenía forma de cuadrilátero, de unos 76 metros de lado. Hacía el año 833, el emir Abderramán II procedió a la primera ampliación del recinto, con la adición de ocho naves transversales en el testero meridional. Fue, sin embargo, en el siglo X cuando la mezquita cordobesa alcanzó todo su esplendor.

En tiempos del califa Abderramán III se levantó un nuevo minarete, de planta cuadrada -el primer minarete la había erigido, en el siglo VIII, el emir Hisham I-. El califa al-Hakam II la amplió de nuevo, en la misma dirección en que lo había hecho Abderramán II, y construyó el magnífico mihrab actual, obra de clara influencia bizantina en la que se utilizaron materiales de gran riqueza, como el mármol y el vidrio; se introdujeron soluciones constructivas tan novedosas como las bóvedas de nervios, y se desplegó una excepcional fantasía decorativa. Finalmente, Almanzor añadió a la mezquita otras ocho naves por el lado oriental. De este modo adquirió su forma rectangular definitiva cumplía diversas funciones. Por de pronto era el lugar de las oraciones rituales, pero también era un centro en el que se enseñaba religión, se daba lectura a los comunicados oficiales de los dirigentes de al-Andalus e incluso se bendecían los estandartes de los ejércitos cuando se ponían en campaña.

La otra gran obra arquitectónica de la época califal fue la impresionante ciudad-palacio de Medina Azara (Madinat al-Zahra), construida por orden de Abderramán III a unos kilómetros al oeste de la ciudad de Córdoba, en la ladera de la sierra cordobesa. Aunque una leyenda atribuyó la construcción de dicha ciudad al deseo del califa cordobés de complacer a una concubina suya llamada al-Zahra, la opinión más aceptada es la que considera que Abderramán III la erigió para emular a los califas abasíes, quienes habían levantado en las afueras de Bagdad el complejo palatino de Samarra. Se estima que en la edificación de Medina Azara -que empezó en 936 y se prolongó hasta 976, en tiempos del califa al-Hakam II- intervinieron alrededor de diez mil operarios, y para erigirla se utilizaron materiales procedentes del norte de África y del Imperio bizantino. Ocupando una extensión de casi  un kilómetro cuadrado, Medina Azara se disponía en tres terrazas: en la superior se levantaron los espléndidos palacios donde residía la familia del califa; la del medio estaba ocupada por jardines y vergeles, y en la inferior se hallaban la mezquita mayor y las viviendas de los cortesanos. El conjunto, protegido por un doble recinto amurallado, fue destruido en el año 1010, en el curso de las luchas que ensangrentaron el califato. Un texto de la época dice, con indudable acierto, que Medina Azara “fue una de las obras más notables, importantes y grandiosas que haya hecho el hombre y una de las más prodigiosas y asombrosas construidas en el islam”.

El fin del califato

Debido a su corta existencia, el califato de Córdoba ha sido considerado en ocasiones como un gigante con pies de barro, al equipararlo a otras construcciones políticas efímeras, tales como el imperio de Carlomagno. A los pocos años de la desaparición de Almanzor, a quien su hijo Abd al-Malik sucedió en el cargo de hayib entre los años 1002 y 1008, el mundo de al-Andalus se sumergió en una turbulenta época de graves disputas internas que enfrentaron especialmente al poderoso grupo de los eslavos de la corte califal -esclavos de procedencia nórdica (a los que también se conoce como esclavones), que habían adquirido gran influencia en la administración del Estado- y a los bereberes, que habían constituido el grueso del ejército formado por Almanzor y en el que los descendientes de este último, llamados amiríes, se apoyarían para mantenerse en el poder.

En 1008, Abderramán Sanchuelo, hermano de Abd al-Malik, logró que Hisham II le nombrase su sucesor, pero a principios del año siguiente una rebelión de la aristocracia omeya cordobesa llevó a la deposición del amirí y a la abdicación de Hisham II.

Al año siguiente los eslavos restablecieron en el poder a este último, si bien por una breve etapa, ya que los bereberes sitiaron Córdoba, la ocuparon en el año 1013 y obligaron a Hisham II -cuya suerte se ignora- a abdicar en el poeta Sulayman, quien gobernó hasta 1016. A continuación accedió al poder Ali ibn Hammud, gobernador de las plazas norteafricanas, quien abrió un período de paz para al-Andalus que se prolongó hasta 1021.

Luego la anarquía volvió a enseñorearse de al-Andalus, hasta tal punto que, entre 1021 y 1023, hubo dos califas simultáneos, uno en Córdoba y otro en Málaga. En 1023 se restauró el califato omeya, pero ninguno de sus dirigentes sería capaz de poner fin al estado de caos que reinaba por doquier. A la postre, en 1031, los notables de Córdoba tomaron la decisión de poner fin al califato cordobés, sustituyéndolo por un consejo de gobierno. La extinción del califato abrió la puerta a la fragmentación de al-Andalus en un conjunto de entidades políticas independientes: los reinos de taifas.


Texto JULIO VALDEÓN
Miembro de la Real Academia de Historia


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